Un film con un esquema típico de “película policiaca”: aparece un cadáver, se investiga, el inspector se implica, se descubre al asesino y se le detiene. Si la cosa tan sólo fuera seguir este esquema resultaría una película fallida, una más del montón y no merecería que le dedicara ni un minuto escribiendo la correspondiente reseña.
Pero la cinta es mucho más que ese esquema, que no es sino el esqueleto sobre el que se colocan otros elementos que hacen del film una especie de crónica de un momento histórico para Egipto. Veamos.
La acción transcurre en El Cairo, como indica el título, y se aprovecha para mostrarnos interioridades de la ciudad que no nos dan los documentales de la 2 de TVE, como podría ser la contaminación atmosférica continuamente presente y que se constata en la tomas generales de la ciudad; la corrupción política a cualquier nivel y que constituye un factor primordial en la construcción del relato y de la acción policial; el desastre del tránsito rodado – un auténtico caos – en cuanto entramos en las calles de la ciudad; el maremágnum urbanístico, la proliferación de antenas parabólicas, un auténtico bosque, instaladas de cualquier manera en terrazas y balcones; el escaso o nulo funcionamiento de la televisión propia: el televidente puede conectar con emisoras europeas antes que con la televisión egipcia…
Todo esto y alguna cosilla más puede verse al compás de las andanzas del inspector de policía, ni más ni menos corrupto que el resto de sus compañeros y jefes, sobre el que recae la tarea de investigar el crimen acaecido en la habitación de un elegante y prestigioso hotel cairota, que nada tiene que ver con la triste realidad que se detecta en las calles e incluso en la casa del inspector, una modesta vivienda en un barrio popular. Se trata del cadáver de una famosa cantante y nuestro investigador detecta casi de inmediato que el asesino pertenece a la órbita de los poderosos.
Estos contrastes tan brutales vienen a cuento de los momentos cronológicos en los que se desarrolla el film: son los últimos momentos de la etapa dictatorial del presidente Hosni Mubarak. La última panorámica de la ciudad muestra una riada de gente dirigiéndose a la plaza Tahrir: acaba de empezar la primavera árabe en Egipto.
Por supuesto que no hay pirámides, ni templos, ni turismo, ni barcos por el Nilo, ni casi Nilo. Y como han desaparecido estos “tipicales” elementos, la cinta resulta de una crudeza estremecedora: la triste realidad de la capital egipcia, toda una metáfora del mundo de su política.
El guionista y director, Tarik Saleh ciudadano sueco de origen egipcio, no va más allá. La prensa y la televisión nos contaron cómo fueron las cosas y lo que ocurrió hasta hoy en que todo ha vuelto a la “normalidad”: un nuevo dictador ocupa el sitio del anterior y las cosas siguen igual. La película, que se inspira en un suceso real, podría haber contado el final real del caso: el instigador del crimen, con amistades y dinero, anda suelto por El Cairo. El nuevo amo de Egipto tuvo a bien indultarle. El cómplice y ejecutor del asesinato sigue en la cárcel: no cuenta ni con amigos ni con dinero.
Si algo me queda por añadir sería que usted, amigo lector, se pasara por cualquier sala de proyección y compruebe por sí mismo cuanto le acabo de contar de esta película.
Juan J. Calvo Almeida.
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