Es una película bélica aunque no belicista, ni épica ni heroica. La acción discurre en 1.917 (de ahí el título), en plena Primera  Guerra Mundial.

El argumento es muy simple. Dos soldados ingleses (el cabo Blake, interpretado por Dean- Charles Chapman, y el cabo Schofield, en la realidad George Mackay)  han de cruzar las líneas enemigas – las alemanas – para llevar un mensaje a un cuerpo de ejército inglés que está dispuesto a atacar las posiciones alemanas que se han retirado aparentemente del frente y que han preparado una trampa en la que van a caer sin remisión 1.600 ingleses, entre los cuales se encuentra el hermano del cabo Blake, uno de los dos soldados “correo”. La pareja pasa una serie de peripecias-aventuras-contratiempos en los que se juegan la vida, pero al final se cumple el objetivo.

Vista así la película no tiene mayor complicación; sería una más de las muchas de tema bélico. Pero la cinta tiene un componente “didáctico”: mostrar el horror de la guerra. Una cosa es pronunciar o escribir la palabra “trinchera”  y otra muy diferente es visualizar aquellas trincheras y el espanto que habitaba allí. Es mostrar el lado oscuro y negro de los combates y la lamentable situación de los soldados metidos en aquellos agujeros, las ratas, los cadáveres, las enfermedades, los piojos, los heridos, el pavor, la presencia constante de la muerte…el horror de los horrores. El realismo llega a alcanzar un nivel pocas veces visto y aún me atrevería a decir nunca visto.

Si algo falta, el espectador o su imaginación lo pone; me refiero a los olores de la putrefacción, de la carne en descomposición. No, amigo lector de estas líneas, no se han pasado; más bien diría que aún se han quedado cortos. Podían haber cargado más las tintas y creo que no alcanzarían los espantosos años llenos de crueldad y dolor y el nivel de degradación humana que supuso aquella desdichada contienda.

Y dentro del paisaje, la tierra de unos, la de los otros y la de nadie. Aquello no fue tierra, aquello fue, tanto en la cinta como en la realidad, un paisaje lunar lleno de cráteres y sazonado con cadáveres en las más variadas posiciones.

 

Y si faltaba algo, ése es el contraste: la contraposición entre la belleza de un paisaje y la tierra del combate; la belleza de unos cerezos en flor pero que han sido talados por el pie. El principio y el final – belleza y paz –  frente al resto de la película forman la antítesis de la realidad de la guerra.

Otro aspecto a destacar es la “autopresencia”: el espectador se ve inmerso en el conflicto hasta tal punto que participa de los avatares de aquella pareja de jóvenes y vive su particular carrera de asombro ante lo que está visualizando.

No hay lucimiento de actores. Los protagonistas no son actores conocidos, porque el film no intenta ensalzar tal o cual hecho de armas o una batalla en concreto ni tampoco a ningún bando en particular. Si hubiera sido al revés, es decir, si hubieran sido alemanes los protagonistas el resultado hubiera sido el mismo porque de lo que se trata es de mostrar el grado de deshumanización a que se llegó en aquel desdichado conflicto y al que se llega en cualquier guerra que se “organiza” aunque sea en el último rincón del globo.

                                                                                                          Juan J. Calvo Almeida.