Nacido Daniel Foe en 1.660 y muerto en 1.731. Entre ambas fechas se añade el “de” que da a su nombre un tono aristocrático que nunca tuvo en realidad. Escribe esta obra en 1.722 cuando ya es un autor famoso por sus novelas Aventuras de Robinson Crusoe  y Moll Flanders y otras menos conocidas. La presente consiguió un éxito resonante.

La obra está referida a la peste de 1.664 y 1.665 que asoló Londres, y escribe pensando en lo que podría ocurrir en el Londres de su actualidad si se repitiera una epidemia de peste bubónica como aquélla. No fue una ocurrencia, una idea luminosa que se le ocurrió de repente a una mente calenturienta. Se trata de lo que podríamos denominar “verle las orejas al lobo”. Y así era. En 1.720 se desata la epidemia de peste bubónica en Marsella y la costa sur francesa. Las terroríficas noticias llegaron a Londres.

Como es de suponer Daniel de Foe no puede recurrir a su propia experiencia, como cabría esperar, pues por aquel entonces el autor contaba cinco años. El autor se basó en los diarios de su tío Henri Foe con cuyas iniciales firma el original y primera edición. Hubo más: estudió los trabajos de los doctores Quincy y Hodges, quienes escribieron trabajos científicos sobre la peste bubónica. El doctor Hedges incluso vivió en medió de la epidemia y la sobrevivió. Investigó datos en parroquias, que nos transmite, y nos advierte que la cosa fue peor de lo que muestran esos datos, ya de por sí terroríficos.

No es una obra cómoda de leer. No hay capítulos y múltiples repeticiones lo que exige paciencia y concentración por parte del lector. Insiste, insiste e insiste hasta la saciedad. El lector, salvando las distancias, encontrará múltiples similitudes entre lo descrito y la pandemia que estamos sufriendo hoy en día. El autor se esfuerza por transmitir lo que la flaca memoria de los humanos no retiene y por ello lo fía al papel con la esperanza de que en caso de ocurrir una nueva catástrofe humana, los habitantes del Londres del momento tengan una serie de pautas de actuación, unas estadísticas (aunque éstas no sean todo lo buenas y exactas que cabría suponer, pero menos es nada). Añade ordenanzas municipales, datos, historias oídas o relatadas por testigos…

Se supone a sí mismo inmerso en aquella crisis y actuando como un ciudadano más (por eso escribe en primera persona), con sus dudas sobre si abandonar Londres o quedarse porque su negocio (una tienda de talabartería, hoy diríamos pequeña empresa) puede peligrar si abandona la ciudad. De Foe conoce “el paño” pues tuvo múltiples empleos hasta centrarse en el de periodista y novelista. Y se nos presenta como testigo presencial del comportamiento humano en aquellos momentos tan difíciles que le tocó vivir (aunque sólo en la ficción): desde los actos de heroísmo más sublimes a los más viles y rastreros. No rehúye tema alguno referido a la actuación de los humanos con respecto a sí mismo  y a la economía, tanto la pequeña y mediana empresa, como la macroeconomía. Las circunstancias obligaron al cierre del puerto de Londres. Se retuvieron los barcos de la nacionalidad que fuese y no se dejó partir a los propios o foráneos. Por su parte, la noticia de la peste corrió por Europa como reguero de pólvora y se prohibió el atraque de los navíos ingleses en cualquier puerto europeo y a los propios recalar en Inglaterra. En fin, la ruina económica para la Inglaterra de Carlos II.

Cuando estamos escuchando en la actualidad los problemas de una recaída al reincorporarnos a la “vida normal”, resulta que De Foe también vivió en su diario ese mismo problema: la euforia ante la disminución de fallecimientos, provocó nuevos contagios tan dolorosos como los pasados, aunque la recuperación fue mayor que en los momentos más críticos.

Si alguien está interesado en la lectura de la obra que sepa que no se trata de un reportaje periodístico al estilo actual ni tan siquiera de aquella época. Se trata de un estudio-reportaje realizado “a posteriori” sazonado con múltiples referencias a la religión o a la moral, cosa muy propia de la época, como también encontramos en Robinson Crusoe.

Aunque De Foe sea un niño cuando ocurrió la peste de 1.665, no fue el caso de dos personajes de capital importancia: el físico y matemático Isaac Newton y el filósofo John Locke, ambos adultos, que vivieron la peste en primera persona y ambos la sufrieron encerrados en sus respectivas viviendas. Por eso sobrevivieron.

La peste se solucionó al año siguiente, 1.666, de forma fortuita y dramática: un pavoroso incendio dejo a Londres reducido a cenizas y de paso se llevó por delante todo signo de la peste.

Juan J. Calvo Almeida.